La areté griega: excelencia y virtud más allá de lo moral
El concepto de areté en la Grecia antigua, análisis de cómo la excelencia definía a los héroes y ciudadanos en el ámbito militar, artístico y social.
Por: Paola Vargas
En la Grecia antigua, el concepto de areté se asociaba con la excelencia y el reconocimiento, marcando la diferencia entre los hombres comunes y los héroes. Un reciente estudio (Bretoneche Gutiérrez, 2020) analiza la evolución de la areté desde la época homérica hasta el período clásico, recalcando cómo los griegos concebían esta virtud como una cualidad ajena al contenido moral que se le atribuye hoy.
La investigación, basada en obras de Homero y textos históricos como los de Heródoto, enfatiza que la areté además de abarcar la habilidad militar, también se extendía al arte, la poesía y la dedicación a la polis. Según el estudio, en obras como la Ilíada y la Odisea, esta cualidad se asocia con epítetos que resaltan las habilidades o características excepcionales de los personajes. Por ejemplo, Aquiles es el de los pies ligeros, Odiseo es el ingenioso, y Héctor es el matador de hombres. Este uso muestra que la areté no era una virtud universal, sino un atributo reservado a héroes, nobles y dioses, excluyendo a esclavos y hombres comunes, quienes no podían aspirar a esta excelencia.
En el ámbito social y militar, la areté se manifestaba en la lealtad a la polis y el sacrificio personal. Heródoto describe cómo los espartanos defendieron el paso de las Termópilas contra el ejército de Jerjes, enfrentándose a una muerte segura con el único propósito de preservar su honor y el de su pueblo. La derrota no implicaba la pérdida de la areté; al contrario, quienes cayeron en combate mantuvieron intacta su virtud, mientras que los que desertaron, como Aritodemo, fueron condenados al desprecio público y perdieron su reconocimiento social. El estudio también analiza cómo la excelencia se buscaba y celebraba en eventos como los Juegos Olímpicos, Píticos, Ístmicos y Nemeos. En estas competencias, los atletas más que buscar recompensas materiales, aspiraban a la gloria, simbolizada en una corona de olivo o laurel. Este espíritu de competencia también se extendía al ámbito artístico, donde poetas, dramaturgos y escultores se esforzaban por alcanzar la areté a través de sus obras.
Con la llegada de los grandes filósofos clásicos como Sócrates, Platón y Aristóteles, el concepto de areté experimentó una transformación profunda, incorporando una dimensión moral que lo distinguió de su interpretación anterior. En el pensamiento socrático, la areté ya no se limitaba a habilidades excepcionales o cualidades específicas de héroes y nobles, se extendía y vinculaba intrínsecamente al conocimiento y a la búsqueda del bien.
Sócrates sostenía que la verdadera excelencia radica en la sabiduría, ya que solo a través del entendimiento se puede actuar conforme al bien. Según su perspectiva, nadie elige deliberadamente el mal; por lo tanto, la ignorancia es el principal obstáculo para alcanzar la virtud.
Platón, discípulo de Sócrates, amplió este concepto al integrarlo en su teoría de las ideas. Para él, la areté no solo era una cualidad personal, sino que formaba parte de un orden cósmico que reflejaba la armonía del alma y del universo. En su obra La República, Platón relaciona la virtud con la justicia, señalando que una vida virtuosa es aquella que se alinea con el orden racional y moral del cosmos. La excelencia, en este sentido, no era solo individual, tenía un impacto en la comunidad y contribuía al bienestar colectivo y al equilibrio social.
Aristóteles, por su parte, introdujo una perspectiva más pragmática y sistemática de la areté. En su Ética a Nicómaco, define la virtud como un término medio entre dos extremos viciosos, un equilibrio que se alcanza a través de la razón y la práctica constante. Para Aristóteles, la areté relaciona con el desarrollo integral del carácter humano. Es el resultado de hábitos formados mediante elecciones deliberadas que buscan el bien supremo, identificado como la eudaimonía o felicidad plena. Además, Aristóteles distingue entre virtudes éticas, como la valentía y la templanza, y virtudes dianoéticas, como la sabiduría y la prudencia, destacando que ambas son necesarias para una vida verdaderamente excelente.
De esta manera, la areté en la Grecia antigua simbolizaba la búsqueda de la perfección en todos los aspectos de la vida, desde la guerra hasta el arte. Este estudio ilumina un aspecto central de la cultura griega e invita a reflexionar sobre cómo entendemos y valoramos la excelencia en nuestra sociedad actual.
El estudio concluye señalando que esta transición marca un cambio significativo en cómo se entendía la virtud, reflejando el desarrollo de la filosofía griega hacia una concepción más universal y ética de la excelencia.
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